Para favorecer la convivencia en estos tiempos de incertidumbre urge encontrar valores y vivencias compartidas que tiendan puentes y faciliten el entendimiento en la diversidad. Uno de estos elementos, presente en muy diversos caminos espirituales y que puede devenir espacio de encuentro y reconciliación, es el silencio. No me refiero, claro está, al silencio estéril que nace de la represión, el desprecio, la ignorancia o la cobardía. El silencio no es siempre una vía muerta. Existe también un silencio vibrante que no ahoga la comunicación sino que la ensancha, porque nos abre los ojos a aquella vasta extensión de realidad que no puede decirse en palabras. Este silencio es un espacio interior de serenidad desde donde reencontrar la libertad y colmar la vida de sentido. Y también, paradójicamente, es condición necesaria para el diálogo auténtico entre los que piensan, sienten y viven diferente. Partiendo de un silencio receptivo y reflexivo, habiendo callado prejuicios y proyecciones, es posible empezar a comprender las razones del otro y tratar de convertir el cruce de monólogos en un diálogo fecundo.
La mirada silenciosa
La humanidad tiene diferentes formas de conocer y relacionarse con la realidad. Una de ellas es la vía analítica y racional, que se sirve del lenguaje y de la técnica para dominar el mundo y ponerlo al servicio de las necesidades humanas. Otra es la vía contemplativa que no pretende alterar la realidad sino gozarla con la inocencia desprendida de quien nada espera. Esta es la vía del silencio: implica bajar el volumen de las palabras, conceptos y categorías que, por útiles que resulten a nivel práctico, jamás podrán abarcar toda la riqueza y la hondura de nuestra experiencia del mundo.
Ambas visiones son complementarias y es necesario conjugarlas porque la una sin la otra lleva siempre a un atolladero. Sin embargo, la modernidad ha priorizado la razón instrumental y, en su intento de hacer el mundo habitable, ha llegado a violentarlo hasta extremos insostenibles. La espiritualidad sería el intento de reencontrar la mirada contemplativa, el espacio de silencio interior que nos religa con nosotros mismos, con el mundo y con los demás, desde una perspectiva nueva y a un nivel más profundo.
Este silencio como experiencia que transciende la estrechez de la mirada egocéntrica es un torrente subterráneo que conecta, desde lo más hondo, religiones y otras vías de búsqueda del sentido. Rastrear sus huellas a lo largo de épocas y tradiciones muestra que se halla presente allí donde palpita el anhelo humano de una vida más plena. Sabios de todos los tiempos lo han saboreado y han proclamado sus virtudes, no solo como vía de contacto con lo sagrado sino también como un ingrediente básico de la plenitud personal y la convivencia. Raimon Panikkar estaba convencido de que el silencio es la base del pluralismo, la tolerancia y la felicidad: quien vive el Silencio, decía, sabe que las cosas se pueden decir, hacer y pensar de muchas maneras.
Los ámbitos del silencio
La mayoría de tradiciones religiosas y muchas nuevas formas de espiritualidad otorgan al silencio un lugar de privilegio. Disponen de espacios, rituales y métodos diversos, algunos madurados a lo largo de siglos, para hacer de la quietud interior una puerta de entrada a una experiencia más plena de la realidad. Redescubrir y compartir esta enseñanza con la sociedad es una de las grandes contribuciones que la religión puede hacer al mundo de hoy.
En las últimas décadas, la secularización ha comportado una crisis de las instituciones religiosas pero no la extinción del interés por la espiritualidad, que brota de nuevo bajo nuevas formas y en diferentes ámbitos, desbordando a menudo los cauces de las confesiones organizadas. En muchos casos, el silencio es la esencia de esta experiencia interior, que mantiene su aroma por más que cambien los recipientes que la contienen. Laia de Ahumada denomina “espirituales sin religión” a un heterogéneo grupo de personas que, por caminos diversos, viven alguna forma de espiritualidad sin etiquetas. Para ellos, el silencio interior y la plena consciencia son imprescindibles.
El silencio es cultivado también en ámbitos como el arte o la filosofía. La obra de arte se forja en silencio y requiere de silencio para ser contemplada, comprendida, sentida. La poesía coquetea con el silencio cuando transita por los límites del lenguaje, en el intento de expresar las emociones y vivencias más sutiles y profundas. Y el silencio también aporta la perspectiva necesaria para la reflexión. Permite tomar distancia respecto de los discursos oficiales y favorece la lucidez al desbrozar la mente de prejuicios y condicionamientos.
El silencio interior también emerge en la contemplación de un paisaje, en el corazón de un bosque, ante la inmensidad del mar o, simplemente, observando el vaivén de la vida desde la terraza de un bar. Se trata de encontrar un espacio-tiempo para sosegar el bullicio interior y exterior y, simplemente, escuchar, observar, sentir. Pasar “del hacer al dejarse hacer”, dice Xavier Melloni. Simplemente, ser. Sin ninguna meta concreta y, por tanto, sin inquietud ni urgencia. Sostener esta atención sin intención, gratuita, permite ver la vida como un don y no como una carrera o un campo de batalla.
Un silencio fecundo
La idea del silencio como un estado de hastío y apatía es desmentida por muchos de los que han saboreado la experiencia. Testimonios de diferentes épocas y tradiciones lo describen como un estado de conciencia que reaviva los sentidos, amplía la mirada y libera, aunque sea temporalmente, de la miopía de un ego que no ve más allá de las trifulcas cotidianas. Más que ausencia de ruido exterior, el silencio es un estado interno de quietud de los deseos y apetencias creados por el ego y la sociedad en su afán de perpetuarse.
Por otro lado, el silencio favorece también el autoconocimiento. La introspección ayuda a quitarse por un momento la máscara, a tomar conciencia de que nuestra identidad y la de los demás no se limitan a los papeles que nos ha tocado representar en el teatro social. Nos damos cuenta de que, aun siendo actores, disponemos de cierto margen para improvisar o reescribir el guion que se nos impone. Cuando uno se quita de en medio y deviene nadie, afirma Rafael Redondo, halla su verdadera esencia.
Un silencio elocuente
Silencio y palabra no son enemigos irreconciliables. Hacer silencio comporta suspender temporalmente el parloteo cotidiano pero no renegar del habla. El mutismo forzado está a las antípodas de ese otro silencio de quien calla porque desea escuchar más atentamente la realidad o comunicar de otra forma. El diálogo solo es posible si entre los interlocutores existe una actitud de atención y receptividad. Al mismo tiempo, el silencio es un potente vehículo de comunicación en sí mismo. Cuando existe suficiente complicidad, gestos y miradas pueden decirlo todo. Y el silencio también suele ser la expresión más oportuna en los momentos álgidos del asombro, el gozo o la desolación.
Palabra y silencio entran en danza y se complementan en el juego de la comunicación. En muchas religiones, el lenguaje se pone a menudo al servicio del silencio, tanto para facilitar la experiencia de lo inefable como para compartirla una vez vivida. Se utiliza el lenguaje –mediante lecturas, invocaciones, cantos, mantras, etc.— para conducir a la persona hacia la experiencia de quietud interior. Y quienes han hollado esta experiencia recurren a menudo a alguna forma de lenguaje para tratar, en lo posible, de compartirla. Los haikus japoneses o los poemas de San Juan de la Cruz son exquisitos ejemplos de este intento de comunicar lo inefable. El poema acompaña sutilmente al lector hasta la última frontera del pensamiento, hasta el brocal mismo de la nada, allí donde la palabra se extingue para dar paso al misterio.
El silencio no es el cementerio de las palabras sino la matriz que las origina y regenera. El abuso de la palabra lleva a la impostura y a la superficialidad. El martilleo de eslóganes y discursos estereotipados no deja espacio a la originalidad ni al pensamiento propio. Lo genuino languidece ante el verbo redundante y banal. Conviene, pues, callar de vez en cuando para restituir la pureza, el sentido y la fuerza de las palabras. Y, con ello, la autenticidad de las relaciones, la inocencia de las miradas.
Un silencio sociable
Tampoco es acertado pensar que el silencio aboca inevitablemente al aislamiento. Por contradictorio que parezca, ciertas formas de callar devienen ricos y efervescentes espacios de sociabilidad. A menudo, el silencio es vivido colectivamente, en comunidades religiosas o grupos laicos con motivaciones diversas, tales como el cultivo de la espiritualidad, el desarrollo personal, el cuidado de la salud física y emocional o, incluso, el activismo social. Entorno a estas experiencias compartidas se estrechan vínculos, nacen amistades, se generen sentimientos de pertenencia y se transmiten y afianzan valores. Del semillero de la quietud compartida pueden nacer nuevas visiones e iniciativas transformadoras, orientadas a encarnar ese otro mundo posible. El silencio se presenta también como un espacio acogedor y abierto, propicio para albergar creencias y sensibilidades religiosas diversas. En la medida en que la experiencia contemplativa prioriza la vivencia interior por encima de los discursos y las formas externas, constituye una vivencia esencial que no excluye a nadie.
La dimensión solidaria del silencio se manifiesta en un sentido más profundo aún. Muchos conocedores del silencio subrayan su capacidad para facilitar el despertar de un intenso sentimiento de unidad, de conexión con todo. Antoni Tàpies decía que el silencio nos hace ver más claramente la unidad universal de todas las cosas, estimula un espíritu más comprensivo y solidario entre los humanos y con la naturaleza. Y Leonard Cohen, desde el monasterio zen done vivió retirado cinco años, afirmaba encontrarse más cerca que nunca de los demás y del resto de cosas del mundo.
Así, el silencio deviene catalizador y testimonio de esa experiencia esencial de comunión con la realidad de que se nutren la mayoría de caminos espirituales. Quien ha hecho esta vivencia, ve que las afinidades entre estos caminos pesan mucho más que sus diferencias. Quien ha vivido plenamente ese silencio es como quien corona una cumbre y, mirando hacia abajo, ve que hay múltiples caminos que ascienden a esa misma montaña. Cada creencia hace su propia ruta, suben por laderas distintas pero comparten el punto de llegada. El mensaje afable y compasivo que proclaman todas las religiones estaría forjado en esa experiencia de unidad, en esa cima de silencio donde todo dualismo se extingue.
Silencio y diálogo interreligioso
Las posturas fundamentalistas, convencidas de la superioridad de la propia visión del mundo tienen a imponer, allí donde pueden, un silencio forzado para acallar la discrepancia. Pero, al mismo tiempo, recelan del silencio voluntario, porque priorizan al autoridad externa y la reiteración de un mensaje dogmático que no admite contestación. Por el contrario, muchos religiosos, pensadores y colectivos que representan estilos de creencia abiertos y tolerantes, coinciden en otorgar al silencio un papel central en su espiritualidad. Todos ellos encarnan una sugerente paradoja: son amantes del silencio al tiempo que entusiastas del diálogo con la alteridad.
El diálogo entre cosmovisiones no avanzará si cada cual se enroca en la idea de que sus palabras y símbolos son los únicos válidos para interpretar la realidad. No se trata de imponer unas palabras y unos símbolos por encima los demás –pretender, por ejemplo, que la perspectiva científica es superior a cualquier otra–, ni tampoco de hacer un pastiche artificial de las diferentes tradiciones. El punto de encuentro desde el cual edificar el diálogo podría ser el silencio, entendido como un mirar más allá de las palabras, no tomar la razón como límite último, trascender los propios esquemas mentales para revivir aquella experiencia de unidad con la vida de la que hablan tantas religiones y donde todas se pueden reencontrar y reconocerse. Esto no implica renunciar a las propias convicciones y caer en el relativismo, pero evita convertirlas en verdades absolutas. Permite ver la luna y no quedarnos fijados en el dedo que la señala.
La mística sería la culminación de esta experiencia de unidad, alcanzada por la vía del silencio. No es una vivencia reservada a unos pocos iluminados ni tampoco monopolio de la religión, sino que pertenece a la misma naturaleza humana. Consiste en participar conscientemente de la aventura de la realidad. Y allí donde hay místicos de diferentes religiones en diálogo, dice Francesc Torradeflot, este diálogo es más fluido, más sincero, más profundo, más abierto.
Artículo publicado originalmente en catalán, en Creences i Religions. Llibertat, diversitat i conflicte. Ajuntament d’Olot, 2017