Una madre del brazo es privilegiada forma de revivir sin premura San Sebastián, de exprimirla hondos recuerdos, de explorar gratas novedades. El andamiaje exterior y los grandes toldos que esconden nuestra catedral no restaban un ápice de su original belleza interior. El soleado domingo se preocupó de encender para la hora todas las alargadas cristaleras. El órgano gigante añadía la restante solemnidad. San Martín no dolía. El caos de la gran arteria urbana abierta en canal quedaba lejos.
La reforma de la arquitectura exterior bien pudiera ir acompañada de los imprescindibles cambios por dentro. La piedra no puede envejecer si acoge un siempre renovado Espíritu. Podemos invertir muchos millones en nuevas fachadas sin lograr frenar anquilosamiento. No alcanzo a comprender por qué el Papa Francisco no da luz verde al sacerdocio de las mujeres, ni siquiera en la remota selva.
“Querida Amazonía”, pese a su amable encabezamiento, no deja de ser una exhortación apostólica lastrada de cierta frustración. El “mayor protagonismo de la mujer” ya no puede ser menos que el de una igualdad de derechos felizmente consagrados, por lo menos de palabra, en el resto de los ámbitos sociales. ¿Pueden seguir separados el amor a la Amazonía y el amor a la mujer? Ese amor pasa por la devolución de la presidencia que le corresponde, ya en los altares de la selva tropical, ya en los del asfalto.
El Espíritu manifestado, de forma clara y seguramente preferencial, en el rostro tierna y amorosamente encendido de una mujer, es capaz de renovar lo aparentemente caduco. Pero, a veces, sólo a veces, más que a reivindicar, somos invitados a revivir. En ocasiones la fuerza incontestable de un recuerdo vívido, sincero y puro puede echar el lazo al escurridizo futuro. ¿Quién dudaría que esa mujer que ayudaba en la misa mayor reencarnaba a su manera al Sumo Oficiante de aquella última y más sagrada Cena?
Fue el pasado domingo en la misa de las doce, en el templo más importante de la ciudad. Detrás de la más bendita Forma brillaba la sonrisa más amable. La contenida sonrisa no desbordaba los márgenes de la obligada ortodoxia en tan significativo templo. Los apuraba. Esa sonrisa fraterna, solar podría ser el adjetivo que más se le acercara, se encendía radiante en el preciso instante que anunciaba al cuerpo de Cristo. La palabra emanaba de un alma consciente del instante único. ¿Habría una mujer más feliz en el mundo que esta asistente compartiendo el pan de la sagrada comunión, la fe en el Jesús de la Iglesia ancha, del amor que no conoce límites?
Esa entrañable sonrisa, ese singular gozo al repartir el “cuerpo” del Nazareno, esa invitación a revivir una profunda comunión, a participar en una hermandad universal, no merece ninguna puerta cerrada. Es el “password” indiscutible a los más elevados y privativos altares. La ayudante jamás pedirá nada, jamás reclamará lo que le corresponde por sobrados y evidentes motivos. Ella no relevará al ya anciano y sacrificado sacerdote que debía gozar de una bien ganada jubilación. Por eso escribimos nosotros. Ella nos perdone. A ella le basta aguardar a que el domingo suenen de nuevo las imponentes campanadas en la torre del Buen Pastor. Entonces se preparará para asir la más sagrada copa, debajo de la más elevada cúpula y ejercer, siquiera por unos muy contados segundos, el más sublime oficio, compartir «Su Cuerpo».
Con nuestros más finos hilos y esmerados bordados les hemos de preparar atavío de ceremonia. Esa Sonrisa lo merece. Seguramente nuestros ojos de carne no verán a la mujer presidir el altar. Surgirán otros altares y la Iglesia inevitablemente irá perdiendo esas Sonrisas. Querida Amazonía de América y del mundo entero, porque todos respiramos el aire que tu generoso follaje nos regala. En tu floresta sin par, en tu infinito templo sin adoquines, ellas retornen a su sagrado centro. Ellas dieron con las bellas flores y las sublimes esencias; ellas conocen los secretos de la Vida, sostienen la belleza y el mañana. A uno y otro lado del océano no menos infinito, ellas presidan también nuestros altares de verde junco, de madura madera, de inmortal piedra. En el momento supremo, ellas eleven a los cielos esa Forma que jamás caduca.