Un nuevo género brinda la posibilidad de subrayar identidad, de afirmar personalidad. La singularidad refuerza nuestro espacio en medio de una sociedad globalizada y uniformizada en muchos aspectos. La proliferación de adolescentes que desean cambiar de género se produce en medio de un mundo con una gran falta de arraigo cultural, social, espiritual, sobre todo de enraizamiento en valores. No somos nadie para juzgar si la disforia de género es o no consecuencia de un proceso natural y espontáneo, sin embargo siempre seremos alguien para tratar de ayudarnos.
Es preciso acoger a quienes sienten haber venido a un cuerpo para no habitarlo, a quienes desean vivir fuera de la naturaleza de ese hogar corporal, por más que sintamos que en el interior de quienes somos puede haber siempre un lugar cálido, digno de amor y de ternura sin necesidad de transformarlo, ni hormonarlo. Puede haber un sentido profundo, que evidentemente se nos escapa, por el que cada quien está donde debe estar. Restaría vislumbrar la indubitable sacralidad de ese cuerpo denostado.
Cada quien en su cartera el DNI que desee, pero por encima de todo necesitamos habitarnos y comprendernos, jamás juzgarnos. No conviene llevar la confrontación a la esfera de lo íntimo. Estamos felizmente muy lejos de la triste geografía de la persecución, lejos del horror del acoso al diferente. Puesto que nadie pone trabas al futuro identitario de nadie, no hay premura para las decisiones de calado.
Prima encarar la cuestión de la autodeterminación de género, de la hormonización a adolescentes, con todo lo que ello comporta para las familias y los propios menores, con un enfoque amplio, por supuesto también generoso. Se echan en falta las raíces, las identidades en un mundo cada vez más globalizado. Hay ocasiones en las que esa nostalgia de una identidad más propia se trata de compensar con el cambio de género. El anhelo de singularidad puede empujar a menudo al pastillero cargado de las hormonas de uno u otro tipo. A veces ese deseo del adolescente invita a vaciar unos tubos de fármacos que hacen mal, provocan bultos en el pecho plano. En otros casos los pechos se aprietan hasta sofocarlos. Las hormonas a los menores para que cambien su sexo son en cualquier caso muy cuestionadas.
Conviene por lo tanto que el pleno discernimiento sea con nosotros y nosotras antes de tomar la importante decisión de cómo queremos ser. Las decisiones tempranas pueden ser también precipitadas, faltas de la madurez imprescindible. Adelantar la hora de esta gran decisión puede no representar un progreso social. En la tradición oculta o esotérica hasta los veintiún años no se conformaría el denominado “cuerpo mental”, hasta entonces sólo se estaría desarrollado el que se conoce como “cuerpo astral” o de las emociones. Éstas gobernarían sin la superior tutela del raciocinio. A los dieciséis años estaríamos por lo tanto aún dejos de poder adoptar debidamente determinaciones de trascendencia como la de cambiar legalmente nuestro género.
Una sociedad madura es aquella que respeta y honra la diferencia. A la diferencia por su parte no le conviene forzarse, sino brotar genuina. Una sociedad atrasada en conciencia es incapaz de integrar la diferencia. La teme, persigue y castiga. Ésa ha sido la constante de nuestra sociedad española hasta nuestros días en que esa inmadurez se va felizmente superando. En esta cuestión de orden íntimo el Estado y la sociedad en general salvaguardan plenamente la libertad. Más allá de la mera tolerancia, estamos ya alcanzando el valor de la acogida. En realidad, la acogida universal de lo diferente constituye un desafío de época. Respeto e igualdad de trato ya van aquí por delante. Una vez reconocido oficialmente todo anhelo maduro de nueva identidad, admitido que no media enfermedad, ni trastorno…, no acertamos a ver más derechos conculcados. Rusia, Irán, Turquía y sus anacrónicas intransigencias distan felizmente muchos kilómetros.
Más que persuadir en la crítica reivindicativa, consideramos necesario reflexionar sobre una sociedad que aboca a este tipo de aspiraciones prematuras. Nadie aquí dificulta el derecho a decidir, tampoco priva de derechos, tan sólo la sociedad quiere hacer valer de forma bastante mayoritaria la necesidad de una cierta maduración antes de rellenar trascendentales trámites, antes de hacerse oficialmente con la nueva identidad. En realidad, nos decidimos a cada instante en un país libre. Garantizado el supremo respeto, comprometidos colectivamente con el abrazo a la diferencia, nadie debería tener nada que temer. Ya no sería por lo tanto cuestión de pedir fuera, sino de determinarse a acogerse, a ser dentro.