La paz, la verdadera paz, es imposible perderla. Pueden producirse perturbaciones alguna que otra vez, pero sólo se trata de movimientos superficiales: interiormente, profundamente, la paz está ahí. Se parece al océano en el que la superficie siempre está agitada por las olas, pero lejos de la superficie, en las profundidades, reina la paz. Cuando habéis conseguido introducir en vosotros la verdadera paz, los desórdenes que pueden producirse en el exterior no llegan a perturbaras, os sentís protegidos como en una fortaleza. Está dicho en el Salmo 91: «Porque Tú eres mi refugio, oh Eterno, Tú haces del Altísimo tu morada.» Esta elevada morada, es el Yo superior. Cuando llegáis a alcanzar este punto, la cima de vuestro ser, entonces conocéis la paz. Esta paz es una sensación divina, inexpresable. Pero antes de llegar a este estado, ¡cuántas victorias tenéis que conseguir sobre vuestras tendencias inferiores!
Por consiguiente, la paz proviene de una armonía, de una consonancia absoluta entre todos los factores y elementos que constituyen el ser humano. Pero aún añadiría lo siguiente: esa armonía no puede existir si no se han purificado todos esos elementos. Si no se avienen, se debe a que se han introducido en ellos impurezas. Cuando un hombre ha absorbido un alimento que no le conviene, no se siente bien, se vuelve irritable: pero si toma una purga, ¡todo mejora!