Los cazadores vestidos de naranja se revuelven y manifiestan masivamente en Madrid. Se exhibe a la par en el inmenso asfalto el agro rebelde, el legítimo anhelo de permanecer España adentro, lejos de esa gran urbe. Pesa una herencia cultural de generaciones, se revela cierta hartura al tiempo que atadura. Los veremos pasar y respetaremos, pero no llenaremos los autobuses de rumbo incierto y desconocido, ni las gargantas con reclamos poco sostenibles.
La Tierra también clama por su sanación y en ese cuidado, lamentablemente cada día más de UCI, nos necesita a todos y todas. Trataremos de extremar la comprensión, de no revolvernos ante los cazadores, por más que maten a nuestros hermanos los animales por poco más que ocio. El mundo rural no está en “coma” únicamente por falta de ayudas. Tendremos que buscar las causas más hondas de esa convalecencia. Si el mal que le aqueja es grave, quizás haya que buscar otro paradigma menos transgresor, explorar modelos más sencillos, austeros y sostenibles.
El «campo», la España profunda no son sólo los compañeros de las cosechadoras y las escopetas, también somos quienes nunca apuntamos, ni disparamos; quienes amamos lo pequeño y por ende lo hermoso; quienes consideramos toda vida sagrada y digna de respeto; quienes queremos caminar prados y bosques con animales a nuestra vera y bajo cielos animados por aves siempre angelicales.
Es cierto que nos encontramos en una cola cada vez más larga, variopinta y nutrida, es oportuno decir que los neorrurales llegamos los últimos, pero lo hicimos para quedarnos. Si dicen que estamos de clausura y entierro, pedimos con humildad voz en él. La hemos ganado con nuestras renuncias. Esa palabra habrá de ser discreta, siempre de honra para con quienes nos precedieron, pero el silencio es un lujo que no se aviene con este importante y controvertido momento. Estamos cultivando profundo, aprendiendo el canto de los pájaros, las virtudes sanadoras de las plantas…, pero sobre todo queriendo interpretar los vientos que no silban, que susurran nuevos prados y preñados futuros.
Todos tenemos que vivir y solazarnos y por lo tanto respetamos, como no podría ser de otra forma, a quienes no sueltan ni el gatillo de la mortífera arma, ni el volante de la enorme máquina, a quienes quieren seguir el linaje de vínculo con la Tierra, aunque sea cada vez desde más altura y de forma más mecanizada. Sin embargo, nadie debería arrogarse el monopolio del «campo». Pertenece a unas y otras formas enraizarse en él, de interpretarlo, vivirlo y gozarlo, sobre todo de cuidarlo.
El «campo» somos unos y otros, por más que desembarcáramos al final del estío, tras los prados verdes y las flores; por más que pensamos que la España vaciada conviene llenarla de vida, color y diversidad; de huertos ecológicos, animales cuidados con cariño y ternura, de artistas y artesanos, de cooperativas, de esperanza y nuevas inquietudes…; no necesariamente de macrogranjas, cotos de caza, inmensos plásticos y aburridos y peligrosos monocultivos.