CORONAVIRUS. OTRA SUERTE DE VACUNA
Los ojos rasgados no son amenaza. Han sido y sigan siendo bienvenidos. Somos para irradiar paz, sobre todo cuando la inquietud se propaga. ¿Qué se esconde tras las mascarillas que se agotan por doquier, que no paran de fabricarse? Nuestro verdadero adversario puede llegar a ser nuestro propio y paralizante miedo, no la tranquila familia oriental del atiborrado bazar del barrio, ni siquiera el último virus que se propaga con gran terquedad.
Los abrazos que no nos regalaremos, las manos que no nos daremos en el Movile de la ciudad condal, son la oportunidad que perderemos también para hacer de éste un mundo más fraterno. Tanta cuarentena, tanto trasatlántico varado, tanta limitación de movimientos…, aumentan la brecha humana. Una cosa son las medidas racionales acordadas en origen, provincia de Wuhan, y otra muy diferente es la pandemia del temor que se propaga por doquier, con cierre de fronteras, suspensión de vuelos, recelos con respecto a la comunidad china…
La sola ciencia no se basta ante la actual amenaza. Es preciso una artillería moral en manos de un humano más consciente y seguro de sí. Primero «desinfectar» nuestras entrañas antes de rociar el planeta vestidos de astronautas. La nueva cepa del coronavirus, procedente de Wuhan está preocupando a medio mundo ante la posibilidad de que se propague descontroladamente. La humanidad está perdida en los temblorosos brazos del miedo irracional. Bajo su control no somos nada, bajo su gobierno podemos llegar a olvidar nuestros valores de solidaridad y acogida. Contra la pandemia del miedo no bastan los millones de mascarillas, los trajes de cosmonautas de usar y tirar, la ingente cantidad de guantes de latex que cada día enfundamos. Contra el terror instalado en el humano sin valores superiores a los que asirse, sin destino trascendente en el que proyectarse, quizás sea necesario probar otra suerte de vacuna.
No se ha conocido ningún caso mortal por infección del coronavirus fuera de China. El riesgo aquí se considera muy bajo por lo que la ponderación debe imponerse. Tomadas las medidas razonables, quizás convenga probar de una confianza que ha de emanar de nuestro propio interior. Recurrimos a todo tipo de servicios y recursos con el deseo de imprimir seguridad a nuestros días, pero ninguno de ellos nos la puede proporcionar por entero. Implementadas todas las medidas pertinentes, quizás convenga probar de una confianza que emane de dentro. Nada debiera impedirnos frecuentar aglomeraciones, tomar aviones, caminar tranquilos plazas y avenidas incluso del lejano mundo. No estamos hablando de una fe ciega, sino de moderación y cabalidad antes que la alarma exagerada, antes que draconianos encierros y cuarentenas.
No estamos hablando de ponernos a recitar de nuevo los salmos a un Dios tan protector como justiciero, nos referimos a clavarnos en la íntima seguridad de que si protegemos la vida, ella se preocupara también de protegernos. Desde el momento que nos implicamos en la corriente de serena conciencia y solidaridad, la vida nos devuelve. No hay seguro, que se pueda comparar al de enfilar nuestra existencia en la vía del altruismo. Nuestra salud no se va a garantizar necesariamente alejándonos de nuestros hermanos chinos, que creemos pueden portar el terrorífico virus. El coste de esa aparente seguridad es demasiado alto para no seguir acogiéndolos, para no seguir uniendo su destino y el nuestro.
Siempre hay algo que nos inquieta y una civilización individualista y materialista que va privando al humano de su humanidad y a la vida de su magia y trascendencia, no propicia la respuesta adecuada a los azotes que llaman a nuestras puertas. Para cuando llegó el coronavirus ya estábamos cargados de miedos. La nueva enfermedad vino a colmar esos temores. ¿Era el bichito el problema o lo eran nuestros terrores siempre dispuestos a prodigarse y multiplicarse?
Nuestras bocas se desnuden de mascarillas a miles kilómetros del peligro. Nuestras manos se posen tranquilas en toda frente ardiente. El miedo es la consecuencia primera del alejamiento del humano de su mente de paz y conciencia solidaria. Si creemos y nos entregamos a Aquello que nos desborda, nada nos puede pasar, entre otras cosas porque la muerte apenas representa un cambio de vestiduras y escenario en el recorrido de nuestra alma. Disociar luto y muerte es la prueba iniciática que tenemos globalmente pendiente. La superación del miedo descontrolado es señal de identidad del humano venidero. Trascender el temor a la enfermedad y el horror a la llamada muerte nos prepare para un tiempo definitivamente nuevo.