La confusión es uno de los más claros signos de nuestros tiempos. Vivimos la hora del desconcierto sobradamente anunciada y profetizada. Va finalizando un verano intenso, muy probablemente con sus momentos gratos, pero a la vez sumamente complicado, el más complicado, sin lugar a dudas, de toda nuestra existencia. La polémica sobre la mascarilla nos ha perseguido en cada uno de nuestros días estivales.
A menudo no es tanto lo que nosotros y nosotras pensamos, sino lo que podemos ofrendar. Quizás sea más importante considerar cómo podemos contribuir a la armonía colectiva, que cómo persuadir en nuestros criterios, aún a consta de confrontar un consenso social alcanzado. Por mucho que no nos convenza, es mayoritaria la apuesta por la mascarilla. Quienes cuestionamos el uso de la mascarilla de forma masiva y obligatoria somos llamados a menudo también a realizar un ejercicio de renuncia práctica de nuestros propios criterios en favor de la comunión colectiva, de sacrifico en aras de la mejor convivencia
Duele el paisaje apocalíptico de nuestras ciudades sin bocas, sin narices, sin apenas rostros. Duele esa geografía “zombi” tan privada de alma, pero es preciso aceptarla. Podemos y debemos hacer valer el valor del aire puro, los efectos negativos del uso permanente de la mascarilla, pero a la vez somos invitados a aceptar el amplio acuerdo global que hay al respecto y no osar romperlo. La aceptación nos gradúa. La aceptación puede ir perfectamente acompañada de crítica en clave positiva y de visión alternativa. La actitud visceral de rechazo sólo genera más dolor y crispación.
Podemos desarrollar una imprescindible labor didáctica en favor de una salud integral, del fortalecimiento del sistema inmune. Podemos contribuir a disipar los miedos que atenazan nuestras sociedades…, pero al salir a la calle prime el gesto de humildad, el necesario ejercicio de comprensión y solidaridad. Habrá a menudo que tapar boca y nariz. Aceptación no tiene nada que ver con sumisión. Nosotros aceptamos y a la vez nos pronunciamos; compartimos amable y cortésmente nuestro disenso, cuando observamos la oportunidad adecuada, cuando las posibilidades y medios se presentan.
Una y otra vez deberemos preguntarnos cómo salir unidos de ésta. La razón, incluso la verdad quedan devaluadas cuando, en un mundo tan dividido, se utilizan como armas arrojadizas. ¿Cómo acercar a unos y otros? A los afirmacionistas y a los tildados de “negacionistas”, a los vacunas y los anti, a los mascarillas y a los contra, a los del sistema y a los conspiradores… Quienes amamos el sol, el aire, al agua y la tierra; quienes anhelamos ser con la creación y sus reinos; quienes confiamos en el gran potencial inmunológico de la vida natural, tenemos también que hacer por unir a unos y otros. Al mismo tiempo ahondaremos en las causas últimas de lo que estamos viviendo. Recordaremos una y otra vez que la destrucción de la naturaleza está en el origen de las enfermedades infecciosas.
El fútbol se apropia hasta de palabras clave, simiente. En euskera “salud” es “osasuna”, es decir unidad, totalidad. Quizás la primera medida para procurar la salud, en buena medida menoscabada de nuestra sociedad, es hacer por la comunión, por la convivencia, por la unidad. Los dardos de unos y otros para con los del lado contrario sólo merman esa unidad, es decir esa salud colectiva.
Nos duele esta hora falta de comprensión de los unos contra los otros y viceversa. Las manifestaciones en las grandes capitales europeas cuestionando las medidas drásticas aplicadas por los gobiernos ante el COVID 19, tienen su nada desdeñable cuota de razón y han de ser oídas, pero esa considerable cuota de verdad sólo progresará si su vehículo es la amabilidad y la comprensión humana.
¿Cómo salir unidos de ésta? Sobre todo considerando que la razón es importante, pero no lo más. Más que ella, es la fuerza del amor que nos lleva a abrazar internamente al contrario y sus corazas y sus mascarillas y su artillería defensiva. Más importante que la razón es el corazón, sentirnos, en medio de estas dificultades, humanidad una.