Ninguna nostalgia de barricada. Nada olvidamos junto a esas llamas furiosas, en medio de esa destrucción enardecida. Hay formas más bellas, creativas y generosas de clamar por la libertad. El odio sólo genera desolación. Demasiado odio, demasiado fuego en las calles de Madrid y Barcelona en las últimas noches. Es la fuerza del amor la que va a transformar el mundo, jamás la fuerza de las piedras y los adoquines arrojados con ira contra los agentes.
Pese a lo que sugieren las consignas de las algaradas de estos días, grandes testimonios nos han mostrado a lo largo de la historia que ser pacíficos es el verdadero y único camino de progreso. No hay otro. Con los altercados contra el encarcelamiento del joven rapero como telón de fondo, el espíritu de la no violencia está siendo seriamente cuestionado. Pancartas en las calles, vídeos y mensajes en las redes pretenden darnos a entender la falta de efectividad de las protestas pacíficas. La “kale borroka 2.0” gana inusitados adeptos, pero conviene nutrirnos no sólo de la subversión de “Telegram”. La impotencia social no se sana con catarsis violenta, sino con buenas dosis de sabiduría y generosidad. La defensa del “ahimsa”, o práctica de la no violencia, está indisolublemente unida a la ley de la evolución. Los logros de la conciencia exigen su tiempo y paciencia.
La sociedad de la inmediatez reclama conquistas inmediatas, al volverse roncas las gargantas, al término del desfile por las “anchas alamedas” y eso es sencillamente imposible. Mayor quimera es aún pensar que la arcadia sucede a noches de cristales rotos y de enfrentamientos con uniformados. Esas supuestas “conquistas” sólo pueden devenir vana y peligrosa ilusión. La honra a todo semejante, el respeto sagrado a toda vida ha de ser inherente a cualquier intento de progreso colectivo.
Las conquistas de la conciencia interior, es decir las únicas y verdaderas conquistas, de las cuales después derivan los logros sociales y estructurales, son lentas, pero firmes. No podrían ser de otra forma. Los “Palacios de invierno” de los zares, que jamás los Capitolios, se pueden asaltar en una tarde de rabia, pero la historia nos ha sobradamente demostrado que esos arrebatos, no sólo no generan avances, sino que a menudo retrocesos.
Una comunidad fuertemente unida, internamente cohesionada, valientemente plantada ante un abuso, un atropello, una injusticia flagrante tiene la fuerza que nunca lograrán las piedras y los “cocteles molotovs”. Esa comunidad de almas vinculada en propósitos altruistas y medios pacíficos implica ya de por sí un progreso de conciencia colectiva inconmensurable.
Mahatma Gandhi nos marcó felizmente para siempre. El “mequetrefe en pañales” predicó para la eternidad. La fraternidad humana a la que aspiramos puede arrancar aquí y ahora. Como es arriba es abajo y algo del futuro puede ser hoy. Lo que aspiramos para el mañana ha de semejarse al presente que ahora caminamos. El fin está indisolublemente unido a los medios. No hay atajos, simplemente porque nuestra conciencia, al igual que la semilla o el embrión, maduran muy pausadamente. No hay cocina rápida en los lentos fogones de la conciencia y si lo hubiera sería manifiesto fracaso. ¿O es que aún necesitamos más ejemplos de ideologías quemadas o revoluciones absolutamente fallidas?
El joven rapero no debiera estar en la sombra; la «corona» cuanto menos despojarse de exceso de privilegio y poder; la clase política dar ejemplo de servicio desinteresado…, pero todo ese justo clamor adquiriría infinita más fuerza y eficiencia con la acción pacífica. El «ahimsa» implica una gran acumulación de poder interior y nobleza. Si todas esas protestas hubieran sido pacíficas, en alarde de civismo, Hasél tendría los minutos contados en prisión. Nuestras calles ahítas de cristales rotos y de hogueras hasta los cielos, no necesitan más odio, sino pureza de ideales y medios a su altura.