Dios no juzga a nadie. No restringe a nadie, no limita a nadie.
Lo más hermoso de Dios es que sólo recuerda lo bueno que hemos hecho. Del mal no se acuerda.
Dios da perfecta libertad a todos los seres. Nunca le ha dicho a ningún ser del universo, por pequeño que sea: «¡Haz esto!» o «¡Sírveme!». Él señala el camino, pero deja a cada ser la libertad de hacer su propia elección, de hacer lo que mejor le parezca.
En efecto, ¿de qué le sirve a Dios que le veneremos y le sirvamos? ¿Podemos darle conocimiento? – No, Él lo sabe todo. ¿Podemos darle poder? – No, Él es todopoderoso. Todo puede desaparecer, todo puede derrumbarse. Él permanece inquebrantable.
La única forma en que podemos apelar a Dios es a través de nuestra impotencia, de nuestra miseria. Cuando Él nos mira, tan pequeños, tan miserables, tan ignorantes, en Su grandeza nace el deseo de tendernos la mano y decirnos: «¡Levántate ya!»
El deseo de Dios es liberarnos, purificarnos, iluminar nuestras mentes, ennoblecer nuestros corazones, traer a nuestras almas esa luz por la que llegamos a saber que Él es Amor.
En el corazón de Dios hay algo grande.
Es Él quien eleva a naciones enteras, así como a individuos separados. Todas las cosas buenas vienen de Él conocimiento, sabiduría, verdad, libertad. Él ha elevado a todos los grandes hombres. Ellos representan la inspiración del espíritu divino. Es Dios quien desea introducir el Amor, la Sabiduría y la Verdad en el mundo a través de estos hombres.
En el Amor, la Sabiduría y la Verdad de Dios está incluida la totalidad de la vida a lo largo de la eternidad, así como la bendición de todas las almas. Siempre que el Amor, la Sabiduría y la Verdad se manifiestan, el Espíritu divino está presente entre los hombres, y entonces la vida se manifiesta en su verdadera esencia.
Beinsa Douno.