Cuando la guerra civil española en el bando republicano hubo extremistas de gatillo fácil que desprestigiaron esa noble causa, sin embargo, no por ello se empañó por entero un alto ideal ampliamente compartido. El desatino no fue la regla general y el análisis posterior no se debería ceñir a él. Se hicieron barbaridades, se destruyeron iglesias, se asesinaron sacerdotes y adeptos a Franco fueron sacados de sus celdas para acabar frente a un trágico paredón, pero ello no ofuscará la entera memoria.
Podremos y deberemos clamar con el valiente, generoso y lúcido Manuel Azaña por la “paz, la piedad y el perdón”, pudimos y debimos pujar para que las dos Españas volvieran a ser una, pero no olvidar quién se alzó contra el orden democrático imperante, quién consintió y lideró, con muy sobrada ventaja, la falta de humanidad. Ucrania clama hoy también por cuestionar una similar y peligrosa equidistancia. Sí ha habido extremismo nacionalista, sí ha habido desmanes provocados por elementos ultras, pero ello no puede negar la mayor, el anhelo de un pueblo pacífico, maduro por vivir en libertad y vincularse con las democracias occidentales.
Por estos lares norteños somos muy inclinados a marcar criterio distante, a dar la nota discordante, a salirnos de las filas…, sin embargo, es ahora cuando debíamos permanecer en ellas, ser uno con la casi entera humanidad que planta cara a la brutal arbitrariedad. Somos dados por naturaleza a contestar la razón imperante, a marcar una línea de pensamiento particular en exceso…, pero en esta hora dramática no debería ser el caso.
Al tío caimán ya se le cayó la cola de los años setenta, pero nosotros seguimos con un Ché en la solapa y un también enroñado antiamericanismo en la cabeza. Mientras la cascada diaria de “whasap” equidistantes entre la OTAN y Rusia, los niños se desangran en Mariupol, las escuelas y hospitales se transforman en escombros, dos millones y medio de refugiados se cobijan en los países vecinos y la ciudadanía ucraniana se adentra en un nuevo período terror ya extendido a toda su geografía. Lo más duro aún por llegar, pero los mensajes del móvil nos seguirán hablando de lo “fachas” que eran los del “Euromaidan”, el grito de todo un pueblo por elegir su destino, por tomar distancia del control de Moscú, por abrazar la esperanza.
Entre la vida y la muerte no hay equidistancia, entre los derechos humanos y el sojuzgamiento tampoco. Ojalá pudiéramos sentirnos equidistantes y así poder observar todo desde la frialdad y el desafecto y así las bombas que caen día tras día sobre las poblaciones inocentes no nos rompieran el alma.
La misma fuerza bruta, la misma sinrazón, la misma iniquidad que ayer sobrevolaba las cabezas de nuestros padres y abuelos, hoy se ceba sobre las de nuestros hermanos ucranianos. La misma crueldad que dejó caer su miseria destructora sobre Gernika y Durango en el 37, es la que ahora elige los blancos de Ivano-Frankivsk, Lutsk, Járkov, Mariupol… No conviene ser olvidadizos. La barbarie retorna con su GPS infalible, dotada de peligrosa tecnología, con otros aviones más modernos, con otras bombas más mortales en su panza…, pero desde el mismo y oscuro agujero, con el mismo deseo de aplastar al diferente, al rabiosamente libre, al rebelde ante la injusticia.
Ojalá equidistantes y así todo este drama ajeno, pero la asepsia y la neutralidad no se acomodan a las grandes encrucijadas históricas. Es preciso situarnos en el lado correcto del devenir humano, saber quiénes pujan por la paz, los derechos, la libertad y la vida, quiénes por la muerte, el abuso, el atropello y la tiranía.
Mientras los cielos ucranianos sigan vomitando criminales bombas, la equidistancia puede incluso cobrar tintes de frivolidad. La legendaria radicalidad antiamericana puede lindar la irresponsabilidad. El fonambulismo de esa imposible equidistancia se encuentra con un grave problema al encender estos días el televisor y constatar el infierno humano provocado por un dictador prepotente a dos horas y pico de vuelo. Sólo le queda el refugio a su medida de la cueva de Telegram.
No podemos mantenernos en medio de quienes masacran a una población y quienes son masacrados. Estamos con las víctimas que van día a día lamentablemente en aumento. Hace ya tiempo, antes de que cayeran esas bombas mortales sobre las cabezas de unos niños enfermos e inocentes del hospital de Mariupol, que constatamos que la equidistancia era una pesada rémora antiyanqui, un lujo anacrónico que ya no nos podíamos seguir permitiendo.