Todos los territorios nos invitan a mochila y bordón, pues tal es la belleza de la Creación. Todas las geografías sugieren ser caminadas con respeto en los pies y ternura en la mirada, sin embargo, no todas gozan de Caminos cargados de piedad, ampollas e historia. No todas disponen de suspirado refugio y austero lecho al final de la etapa, ni de un Santo ante el que postrarse y contarle tus alegrías al final de todos los sudores. Marbella no carece de su particular y mediterráneo encanto, pero nos cuesta imaginarla perdida en la niebla, con el musgo escalando sus paredes de paciente piedra. Hemos buscado en vano flechas amarillas al borde de acantilados privados de bravura. «A veces robledales de ensueño, a veces uralita y establos de acelerar el paso. Gloria y pena, paraíso e infierno se alternan a lo largo de la Senda sagrada…». Debo a la Galicia profunda el haber inundado mi alma de belleza tantos amaneceres. Debo la fatiga que me probó y el encuentro con el peregrino y la peregrina que tanto me nutrió. Debo sobre todo la suerte de, en buena medida, haberme a mí mismo reencontrado. Nuestro Reino no es de este mundo, ni siquiera de su límite, de allí donde se acaba y levanta un faro sobre la roca para alumbrar lo desconocido, pero si Santiago tuviera más caminos, ya los habríamos pateado. Recorrimos todas las sendas que confluyen en la ciudad santa. En realidad, no sé qué hago aquí, junto a los primeros leños ardientes de la chimenea, si aún las flechas amarillas no están azotadas por heladores vientos, ni cubiertas de nieve… * En la imagen, ermita cerca de Fonsagrada (Lugo) |