Una rosa de todos

Eran los albores de la Primera Gran Conflagración mundial. Europa comenzaba a desangrase como nunca hasta entonces. La sangre la ponían los campesinos y obreros de unas y otras naciones, los asalariados que padecían similares abusos en uno y otro bando, aquellos proletarios que comenzaban a soñar más allá de sus propias y limitadoras fronteras. Quién sino ella, en medio de la furia patriótica germana, tuvo el valor de gritar firmando su sentencia de prisión primero, de muerte después. «No subáis a esos trenes…”.“Los soldados franceses son vuestros hermanos…» clamaba Rosa Luxemburgo a los soldados alemanes que partían a aquellas horribles trincheras de la Gran Guerra. Hoy hace ciento dos años esta líder espartaquista fue ejecutada junto su amigo y también líder, Karl Liebknecht. Después de haber sido encarcelada y torturada, pagó con su propia vida el precio de la utopía.

Ha hecho falta un siglo entero para recoger las flores que ella mereció, para detener los vagones que ella pidió vaciar. Perdimos las batallas, pero nos quedan los héroes, sobre todo las heroínas. Haciéndolas presentes ya estamos ganando, no contra nadie, estamos ganando contra el olvido, estamos triunfando frente a la injusticia, la inhumanidad y la insolidaridad.

Tal como describen sus biógrafos, su donación al ideal fue absoluta. Se entregó por entero a la emancipación de los últimos. Sin embargo, no quiso consentir que el socialismo progresara a costa de otro ideal que le antecede, la libertad. Por eso le resultó ya tan incómoda al pujante Lenin, por eso Stalin nunca la incluyó en su iconografía, por eso ha permanecido siempre en nuestros corazones. Su revolución era altruista, no bolchevique. En los tiempos de las revanchas y los asaltos a los Palacios de Invierno, ella se apresuró a proclamar: “La venganza es un placer que dura solo un día, la generosidad es un sentimiento que te puede hacer feliz eternamente…” No buscó su final. Cuando la nueva ola revolucionaria de Enero de 1919 ella no estaba por la labor. Rusia estaba al lado, pero en Alemania no se daban las condiciones. Otros se precipitaron, calcularon mal, pero fueron su rostro y el Liebknecht los de los culatazos mortales del 15 de Enero. Ahí se congeló el recuerdo sin mácula ninguna. Ahí dejó alto como nadie el listón de la ética revolucionaria: “No debemos olvidar que no se hace la historia sin grandeza de espíritu, sin una elevada moral, sin gestos nobles…”

La izquierda radical es la que organiza ahora los homenajes, pero la Rosa era un poco de todos/as, de cuantos creemos que nuestro mundo está urgido del “rayo de bondad” que ella representaba y al que en sus discursos aludía. A la vista de la deriva, a veces terrible, que han tomado las revoluciones sociales, uno llega a temer que los espartaquistas hubieran triunfado en aquel u otro invierno, que Rosa Luxemburgo hubiera desembarcado en los despachos del poder. Las banderas rojas se reúnen en su homenaje, ¿pero quien previno del peligro de la dictadura bolchevique, sería hoy hoz y martillo?

A los ciento dos años de su muerte una revolución particular y partidista no podrá llevársela de la mano, reclamar la sola herencia de esta mujer por encima de todo humana y universal. La meta era el camino y la barbarie nunca supo que entronizó a esa mujer valiente en las crónicas más luminosas de la historia. Antimilitarista, socialista, feminista…, fue más allá de todos los «istas». Los «istas» no dejan de empequeñecernos y ella era grande sobre todo en generosidad y arrojo. Sencillamente llevaba la entera humanidad en lo más profundo de su corazón. Rosa Luxemburgo vive en nuestro presente de más paz, justicia y solidaridad. En el centenario de su asesinato resucita con especial fuerza. En realidad era un imposible. ¿Cómo va a morir quien se entrega por entero al progreso de la humanidad, quién da su vida por los más altos ideales? ¡Gloria!

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